Buenos Aires tiene la misma población desde hace 70 años, pero su extrarradio la duplicó durante el último cuarto de siglo. Ciudad de México, en tanto, suma 9 millones de habitantes, pero cada día recibe a otros 8 millones de personas. El desplazamiento de semejante cantidad de gente es un gran problema para las alcaldías, que dedican buena parte de sus políticas públicas en resolverlo. Los responsables de pensar las urbes en mediano y largo plazo imaginan calles con cada vez menos automóviles. “El auto tuvo su momento en la historia, pero llegó a la saturación y creo que quedó claro que no resolvía las necesidades de movilidad de la ciudad”, dijo Juanjo Méndez, secretario de Transporte de Buenos Aires en el foro Las ciudades de América Latina ante los desafíos globales, organizado por el diario EL PAÍS y el gobierno porteño. El desafío será entonces cómo desalentar el uso de los vehículos particulares y garantizar, al mismo tiempo, que el transporte público pase de un esquema radial, donde todos los caminos conducen al centro de la ciudad, a otro en red, más flexible y con conexiones intraperiféricas.
“Fernando Savater dice que el medio más democratizador es el transporte, porque allí estamos todos”, recordó Pablo Aristizabal, creador del Centro Emprendedor GENXXI. La cita da una dimensión nueva al problema de la movilidad, que va más allá de lograr que la gente vaya a su trabajo. Si la calidad del transporte urbano permite ahorrar tiempo, es de buena calidad y es homogéneo en calidad sin importar si es céntrico o periférico, a la larga tendrá efectos democratizadores. Que un habitante del extrarradio tenga que perder horas de su vida para llegar a su trabajo es también un problema social. “Hay que entender que cada obra tiene un trasfondo social, con vínculos y lazos entre los barrios. Es importante poder vivir en un lugar que se pueda ir a cualquier lugar de trabajo, pero también una integración urbana que no deje afuera al que vive en barrios marginados”, dice Guadalupe Tagliaferri, ministra de Desarrollo Humano del gobierno de Buenos Aires.
En los proyectos de desarrollo la mirada está puesta en cómo integrar la ciudad con su conurbano. Esto exige políticas de coordinación entre municipios, pero también miradas a largo plazo. El automóvil queda fuera de los proyectos, por tratarse de un medio que sólo resuelve el traslado de individualidades. El soterramiento de las líneas férreas existentes (el caso más paradigmático es la línea del tren Sarmiento en Buenos Aires, en plena ejecución), la construcción de puentes para evitar las cruces a nivel, los carriles rápidos para buses en las principales avenidas, la construcción de sendas exclusivas para bicicletas o más kilómetros de Metro tienden a desalentar el uso el auto. “En Buenos Aires tenemos una red de transporte vasta, pero abandonada desde hace 40 años. En los últimos ocho años actualizamos lo que pudimos, pero los esfuerzos fueron limitadas porque no teníamos coordinación federal”, dice Méndez, en referencia a los problemas que tuvo la gestión macrista en Buenos Aires con las administraciones kirchneristas de los municipios del conurbano.
Aquí es donde juega otra cuestión central: el federalismo. Ciudad de México ha dado un paso importante en ese sentido, en un proceso de autonomía que ciudad de Buenos Aires ya lleva más de 20 años. La posibilidad de manejar fondos propios y, sobre todo, decidir sin depender de un poder central ha dado alas a los proyectos de integración de municipios. Falta aún que la misma libertad de acción se traslade a las pequeñas urbes de los extrarradios, cuyas cajas dependen, en general, del aporte que reciben de las provincias. “Uno tiene que responder a temas de salud, de seguridad y de educación y no tenemos recursos propios”, se queja Diego Valenzuela, intendente de 3 de febrero, un municipio del primer cordón de Buenos Aires que tiene 100.000 habitantes. “De esos recursos depende que podamos responder a las demandas de la gente, y eso hace que podamos generar confianza sobre nuestras políticas”, agrega Valenzuela. Fomentar la confianza de los ciudadanos en sus gobernantes es, en última instancia, el objetivo de la política.